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La conversación estaba en su
máxima efervescencia; Goyo no dejaba de darle vueltas
al «Sombrero Panamá» entre sus nerviosos
dedos. Jacinto reía estrepitosamente; con una risa
ronca y nerviosa mientras sacudía la cabeza, hacia
ambos lados, en gesto de negar. Arturo, daba manotazos en el
aire, con el rostro encendido, por la risa de Jacinto; y por
el reto que se reflejaba en las caras de los demás.
Alrededor de la mesa de dominó se habían
amontonado los marchantes de la tienda rural;
simpáticos espectadores de la porfía...
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-¡Esos son cuentos!,
¿aparecidos? ¡Qué aparecidos, ni qué
carajo! Después que uno se muere, ¡va pa'l hoyo
y se acabó!
-Con la boca ehj un mamey... Prigunte a mano Monche lo que
le pasó el año antipasao. ¡No fue
pellizco 'e ñoco! No porque Monche no tuviese
cría, pueh si alguno loh tiene en su sitio ehj
él.
-No es cuestión de cría, sino de
supersticiones. -replicó Arturo, arreglándose
las solapas del gabán. Eran tiempos de Navidad y
campo adentro se dejaba sentir una brisa fría. Los
demás se defendían del frío
abotonándose las camisas de mangas largas hasta el
último botón.
-Supersticiones, ¡por eso es que están
jodíos! ¿Cómo pueden progresar?
Arturo Morales, hablaba con la autoridad de hombre de
mundo; del que ha viajado La Ceca y La Meca. Lo hacía
con una leve inflexión de desprecio en la voz; con
cierto disgusto mal disimulado. A los catorce años se
había escapado de la casa; ¿casa?, cuatro
estrechas paredes y un piso de tierra donde se albergaban
sus padres, y sus otros seis hermanos menores. «El
viejo», como él cariñosamente lo llamaba,
era uno de los agregados de la hacienda; trabajaba en los
cortes de caña. Allí en el corte, se lo fue
tragando poco a poco el cañaveral.
Bien le vino fugarse, pensaba, ya que en la Capital y en
Nueva York fue donde aprendió a desenvolverse. En San
Juan, aprendió sus primeras palabras de
«inglés goleta»; convirtiéndose en
corto tiempo en el mejor guía de los marineros
norteamericanos; que en tiempo de maniobras navales se
desparramaban por todo San Juan. En breve llegó a
conocer los principales burdeles de la capital. Su viaje a
Nueva York fue gracias a la China, una prostituta con quien
vivía y administraba. Ella lo convenció de
cambiar de ambiente. «¡En niuyor los billes
están a pasto!» -le decía, al ver la duda
reflejada en la cara de Arturo; y añadía -de
allá eh de onde vienen los gringos; to' ehjtan forrao
de peso
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